A decir verdad detesto esta ciudad. Todo el vaivén del ruidero citadino me aturde y no soporto que alguien invada el metro cuadrado que fue declarado como el espacio de vital desenvolvimiento para cualquier persona. Es por eso que evito las aglomeraciones, por lo mismo no viajo en metro y, si bien no soy rico, agradezco al banco la posibilidad esclavizante de comprar un auto. Detesto esta ciudad, su calor mezclado con smog que a gotas de sudor aturde las ideas, las ganas y cualquier intención de superarse. Odio el trafiquerío, las cafeteras detenidas en las grandes avenidas destilando en sus toldos espectros caloríficos; a los pájaros metálicos de malagüero, presencias que anuncian un seguro embotellamiento en los noticieros transmitidos en los stereos de alta fidelidad.
Odio a toda esta gente, a la que nació antes que yo y ocupó el espacio que me estaba legítimamente reservado y, por supuesto, más odio a todos aquellos que nacieron después de mí para terminar de invadir el espacio que los de antes y yo no hemos terminado de disputar. Odio también a los imbeciles del gobierno que permiten que esta ciudad siga creciendo y que, en vez de ciudad, parezca un chiquero o una barraca de prisioneros famélicos amontonados en crueles campos de concentración.
Odio a toda esta gente, a los ricos de Las Lomas y a los pobres de Tepito por igual, porque mamá me enseñó a no discriminar por ningún motivo. Tampoco soy racista por lo que me da por odiar a los güeritos de los autos de lujo y, también, con mayor determinación, a los cambujos microbuseros que hacen todo lo posible por parecer occidentales, aunque ello evidencie aún más su detestable fealdad. Detesto también a las vendedoras ambulantes, a las cristianas toca puertas y a las prostitutas, por aquello de que no hay que olvidar a las mujeres y por hacer el favor de reconocer la voz feminista.
Odio a toda esta gente pero no hay nada mejor que vivir entre ellos. Así, me escondo entre brazos y olores de aquella mirada que no quiero volver a ver. Vivir en la ciudad más grande del mundo hace menos factible, casi imposible, la chispa ciega de una casualidad que me lleve a encontrarla camino al trabajo o en algún mercado. Vivir en la ciudad más poblada del mundo me evita la terrible pena de saber que resultó ser la mejor amiga del vecino y tener que poner cara de idiota al decir 'ya nos conocemos' cuando éste, ignorando nuestra situación, nos vuelve a presentar. Odio a toda esta gente, pero lo mejor es vivir entre desconocidos...
Me gusta vivir entre desconocidos y ser un desconocido para millones de personas que viven en este lugar, pero desde que supe que había sido invitada a aquella reunión de graduados comencé a malgastarme la cabeza con las mil y un posibilidades de los que podría suceder. Mi primer pensamiento fue no ir, atrincherarme en mi soledad y escapar de todos mis fantasmas escondido en mi casa, aunque sea este lugar el primero al que vienen a buscarme. Aunque sea en este espacio cuadrado donde los fantasmas suelen venir, encontrarme en cama y arañarme la cara. No, nadie deber saber que soy un cobarde y mi ausencia sería la prueba incriminatoria de que no la he olvidado por más que me haya dedicado a brincar continentes y tomar por asalto quien sabe cuántas faldas con mentiras que hablaban de amor inmaculado.
Tendría que ir, el compromiso que me había echado a cuestas ya era demasiado pesado como para soltarlo si caería sobre mis pies y me rompería los dedos. Pensé en no saludarla, disimular mi presencia entre las mesas y fingir no verla aunque sabía que en el momento en el que yo pisara ese lugar no dejaría de mirar a la puerta para verla cruzar, con estúpida sonrisita y la mano deteniendo el arrastre del vestido, el salón . No estaba dentro de mis planes volverla a ver desde aquella vez que la llamé tan sólo para oírla dudar si tomar o no un café conmigo o, más bien, terminar el protocolo del café conmigo. Esas citas zombie que lo único que hacen es hacer caminar con rodillas moradas y engarrotadas una relación que habíamos asesinado, entre los dos, quien sabe desde cuando. Aquellas citas que comenzaban en cuatro letras y terminaban con cinco: frente al café: un hotel de paso.
>- Pero esta vez sólo que sea el café.
-¿Si? Sí. Sólo el café, quise decir.
-Te lo digo porque he cambiado, ya no soy así.
-¿Cómo?
- ...
Permaneció callada unos instantes, meditando aquél silencio que pretendió ser una respuesta, después agregó:
- Ya no quiero esto para mí, ¿sábes? Verte no me hace bien y esos cafecitos de tarde que se extienden a encuentros por la noche no nos sirven absolutamente para nada.
-¿Y quieres que sirvan para algo?
- Sí, ahora quiero eso para mí...<
Llegó, la vi entregar la invitación al empleado de la recepción. Por un momento me faltó el aire y quise terminar de ahogarme en el fondo del plato de sopa. No me atrevo a mirar y el plato de crema de espárragos comienza a jugar con mi imaginación como el caldero burbujeante de alguna malvada bruja medieval. Viene acompañada, porque siempre halla la mejor forma de cobrar venganza por mi olvido, mi falta de atención y todas las rarezas reclamadas, y la mejor forma de hacerlo es obligarme a ver su supuesta felicidad junto a alguien más. Cruzará el centro de la pista de baile y saludará a un par de parejas conocidas; a los hombres les tomará por el hombro y a las mujeres por la cintura, después les dedicará un hipócrita beso reventado en la mejilla. Mientras, aquél pobre, tan idiota como lo fui yo hace algunos años, la aguarda a sus espaldas. Mira sus zapatos recién lustrados, después el reloj y da un vistazo indiferente al lugar. Comienza a desesperarse, finge que lee mensajes inexistentes en el celular y, después de un suspiro, introduce las manos en las bolsas del pantalón mientras mira como ella coquetea con alguno de esos que llama “amigo”. Finalmente recuerda que viene acompañada y presenta al caballero a todos aquellos que le miran de pies a cabeza y después le tienden la mano dedicándole, también, un hipócrita saludo.
No puedo mirar, mi vista se mantiene fija en el plato de crema hirviente. S, embutida en un provocativo vestido plateado, gris como los pupilentes que esconden la tristeza marrón de sus ojos. S, excesivamente maquillada; labios delgados pintados de rojo incandescente, delgada línea roja que hace de su boca un espectáculo deprimente. S, luciendo un collar que, en lugar de adornarle el cuello, exalta el atrevimiento de su escote. S, mi amada S, la que le rinde culto a la imprudencia y a la exageración. S, aquella que siempre busca brillar como una estrella aunque tenga que fingir su brillo; mi S, la opaca, la que siempre quiso que le bajara las estrellas y yo terminé quemándome las manos intentando bajar el sol. S, siempre tan ella, la que lloraba cada vez que la penetraba. Ella, siempre abajo, la que prefería hincarse frente a mi sexo para extasiar todo mi deseo con la boca en vez de mirarme a los ojos, aliento con aliento, y percibir desde arriba como se resolvía nuestro amor abajo.
“¡Qué sorpresa, no me imaginé encontrarte aquí!” Escucho una ronca pero aniñada voz. Finjo, me hago el sordo y sigo contando los espárragos que flotan en la crema. Me invade su olor, el dulce perfume que le regalé en alguno de nuestros aniversarios y su sombra toma asiento junto a mí. Miro de reojo, me he equivocado y los augurios de mi sopa me han fallado: no, no viene acompañada de algún idiota que le acaricie la pierna debajo de la mesa mientras ella y yo conversamos. Ha adelgazado lo suficiente como para lucir un sensual vestido rojo que descubre la mitad de su espalda y no la mitad de su pecho. Se ha maquillado con exactitud matemática y parece que ha olvidado su absurdo apego a los payasos. Me mira, sonríe, y doy cuenta que por fin ha aprendido a domar esa sonrisa metálica que la hace parecer tan idiotamente infantil en eventos como éste. Me quedo perplejo, parece que una perfecta extraña se ha sentado junto a mí.
-¿ Y cómo has estado?
-No tan cambiado como tú, parece.
-Qué bueno que viniste. Necesitaba verte. ¿Por qué ya no me llamaste para tomarnos aquél café?
-...ehhhmmm. Estuve ocupado el resto de la semana. Además, no parecías muy animada a verme.
-Sabes que hay propuestas que una dama no se puede permitir aceptar.
-¿Qué, un café?
-Tú sabes a qué me refiero...
“No, no lo sé”, contesté. Le dije que no había sido yo el que había comenzado a insinuar situaciones que estaban fuera de lugar y de tiempo. Me pidió que no comenzara con mis arranques coléricos, que no quería protagonizar un teatro frente a toda esta gente. Sí, tenía razón, yo tampoco quería volver a ser el villano del cuento que hace sufrir y llorar a la siempre bien intencionada princesa. Me levanté, azoté la servilleta, que en estos lugares suele estar en las rodillas, y la puse donde siempre debió de haber estado: en la mesa. No me atreví a mirarla, no una vez más, y fui a encontrar refugio en el lugar más apartado del salón, el baño. Con desesperación me lavé la cara y despeiné el cabello engominado; comencé a deshacerme de la corbata, las mancuernillas y de toda la parafernalia que tiene que ver con las cenitas de sociedad. Justo cuando me disponía a salir por la puerta de atrás, confundiéndome con alguno de los meseros, ella entró, empujándome, trabando el seguro de la puerta por dentro.
“¿Qué es lo que quieres? ¡Y ya te vas! Tú siempre tan cobarde...”, me dijo con mirada retadora que contrastaba con los gestos de vergüenza que le pedían en silencio que saliera del baño. No sé qué es lo que me aterraba más, que alguien la haya visto entrar conmigo o estar a solas con ella después de tanto tiempo que no sucedía. Pero ningún temor me invadió cuando ella me empujó contra la pared y comenzó a bajar la bragueta de mi pantalón. Ningún temor cuando yo, tan escurridizo, levanté su vestido hasta las caderas para poder resbalar mis dedos entre sus muslos. Ningún temor cuando comencé a deslizar sus bragas a un lado para poder penetrarla sin desnudarla, sin mayor esfuerzo ni habilidad. La vieja táctica juvenil de las cogiditas en casa ocupada: sólo basta una falda, la bragueta y la vergüenza en el punto más bajo, para penetrar como si uno estuviera orinando.
La empujé al borde de la tarja, y comencé a deslizar mi hombría entre el delta de sus piernas. La penetré como la daga fría del asesino que encuentra calor en la carne de su víctima. Quise que sangrara, imaginé la sangre de su herida e invadí su cuerpo con la rabia de un amor que no termina de olvidar, que nunca aprendió a perdonar.
-“Deeesspaaaa...” - Le callé la boca con un beso de lengua insensata y grosera. Sabía que lo diría, pero no hay tiempo para delicadezas en la vulgaridad de un baño. Ya no es momento para cariños entre nosotros dos.
-No. Ya no.
-Me estás lastimando.
-Repítelo, repítelo...
-¿Qué te pasa? Para, para o grito...
-Atrévete.
No gritó. Me mordió los hombros como la leona que destaja la vida de su presa y encuentra entre sus garras la muerte. “No creas que siempre soy así”, repetía en cada gemido. Gemía, gemía y con voz entrecortada me volvía a decir, “no creas...” y su jadeo era ya una oda a la infamia. “...siempre soy así”, decía extenuada hasta que dispersé el blanco líquido dentro suyo, mi ser escurriéndose por sus ingles. Mi existencia que nunca encontrará vida en la profundidad de su vientre.
El vacío, me separo de ella y miro sus piernas abiertas al mundo. Me asqueo, froto mi nariz con el puño y espanto cualquier intención de llanto. Alguien toca la puerta preguntando si todo está bien dentro. No, ya está afuera y no está bien. S, con manos temblorosas se acomoda el sostén. S moja un trozo de papel y limpia su entrepierna para disimular cualquier aroma que tenga que ver con la savia que lleva mi nombre. S se mira en el espejo, acomoda su cabello y se pinta la boca con el detestable color rojo. S acomoda su braga y desenrolla milimétricamente su vestido a la altura de las pantorrillas. S sale del baño y yo sigo con la bragueta abierta, frente al retrete, tratando de despedir de mi cuerpo, mismo cauce, diferente fluido, algo que no termina de salir de mí.
Al fin salgo del baño, cientos de miradas acusadoras me reprochan veinte minutos de ausencia y mi desarreglada vestimenta confirma mi sentencia. “No creas que siempre soy así”, sigo pensando, confusión. Vuelvo al lugar que abandoné tiempo atrás, doy un trago profundo a mi copa y a lo lejos S, con la mano derecha, se despide de mí; con la mano izquierda, pulgar y meñique al aire, me pide que la vuelva a llamar. “No creas que siempre soy así”, sigo pensando confusión.